Collage íntimo

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Trocitos...

viernes, 2 de diciembre de 2011

Noche de teatro: Por el placer de volver a verla


El viernes pasado fuimos con unos amigos al teatro.
Todos teníamos un poco de esa "sed teatral" pues coincidíamos en el mucho tiempo que hacía que no veíamos una obra, cuando de solteros (o más bien antes de tener descendencia) íbamos con cierta frecuencia.
Creo que por casualidad, encontré en internet el anuncio de esta obra que creí romántica y relacionada con pasionales conflictos de pareja. Las críticas eran buenas y nos lanzamos a organizarlo. Poco antes del día de la representación descubrímos, también por azar, que la obra la protagonizaban un hombre y una mujer, pero con otro tipo de relación amorosa: eran, simplemente, madre e hijo.
La obra fue "Por el placer de volver a verla" (texto de Michel Tremblay) y en ella, Miguel (Miguel Ángel Solá) un hombre de mediana edad, ficticio dramaturgo y director de la obra que comenzaba, nos confiesa abiertamente su intención de usar la ficción sobre el escenario con la sana intención de "volver a ver" a su madre, Nana (Blanca Oteyza) ya fallecida. Durante la representación se alternan escenas en las que se dirige al público con otras en las que presenciamos emotivos pasajes de la vida compartida con su madre y, a través de ellas llegamos a conocer a uno y a otro. Los descubrimos, disfrutamos de ellos, nos reconocimos en ellos, los hicimos nuestros y, finalmente, nos hicieron suyos.
Las sublimes interpretaciones consiguen el poco frecuente milagro de la verosimilitud sobre el escenario. Una inusual coreografía de dos que balilan su papel en la vida como un emotivo tango en que las vidas se acercan y se alejan y las piernas y las manos se entrecruzan, los pechos y las caras se juntan y todo fluye con la naturalidad de lo que no puede ser de otra forma.
El director, Manuel González Gil, derrocha talento a la hora de simplificar la escena, dirigir personajes y repartir dosis de entrañable y doméstico humor y sutil emotividad contenida.
En las divertidas escenas de la infancia (11 años) y pubertad (14 años) de Miguel y su madre, en un asimétrico (siempre falta el padre) ambiente doméstico, comienza a fraguarse la personalidad y vocación teatral del protagonista.
Con 11 años MIguel recibe una acalorada reprimenda de su madre por haber echado unos petardos a los coches que pasaban. La madre, con su hilarante teatralidad, le reprende en una decidida, divertida e interminable regañina plagada de extravagantes soliloquios llenos de ramificaciones. Le hace imaginarse las peores consecuencias posibles y le insiste en la importancia de pensar por sí solo, de no dejarse llevar por lo que digan o hagan los demás niños.
Con 14 años, Miguel lee los libros que Nana le ofrece, anticuados libros de heroínas románticas carentes de sentido bajo el más somero análisis, el de un agudo preadolescente. Ella los defiende a capa y espada y pasan las horas hablando y discutiendo sobre ellos, teatralmente (nunca mejor dicho) enfrentados; él tratando de encontrar algo de sentido en la descabellada historia; ella defendiendo románticamente lo indefendible. Miguel ya ha recibido el veneno de las letras en sus venas y comienza a pensar con ideas propias. Nana aún disfruta, día tras día, de largas conversaciones con su hijo pero comienza a intuír al hombre que ya crece en él.
Con 18 años aún comparten cosas. Van al teatro juntos pero cada uno ve una obra diferente. Miguel está algo distante incluso con el cuerpo pegado al de su madre. Hablan sobre una misma cosa pero con lenguajes y puntos de vista diferentes y acaban por no entenderse.
Con veintitantos, Miguel ya es escritor. Ha madurado y comprende más la madre que su madre fue y la madre que su madre es ahora.
De principio a fin, el autor evoca con devoción la figura de su madre, una mujer anónima, campechana, y divertida; rebosante de chispa, vitalidad y sabiduría popular. Los interminables y divertidísimos debates con su hijo, que Nana enriquece con su verborréica charlatanería, suelen resolverse a base de humor y amor, conquistando la sonrisa y la complicidad de un público entregado al entrañable personaje. Blanca Oteyza, sencillamente, borda el personaje, sublimando la maravilla de lo cotidiano. Miguel Ángel Solá con un perosnaje que cambia constantemente de edad sin más ayuda que la interpretación, redondea una magistral interpretación en la que nos regala el milagro de ver pasar una vida en minutos; el milagro de conocer la totalidad a través de unos pocos fragmentos bien pulidos.

Si me permitís la manida expresión, fue algo más que una obra de teatro. Fue como una terapia de grupo. Allí estábamos docenas de personas sonriéndonos identificados con situaciones familiares comunes y emocionados, enjugando lárimas y sorbiendo algunos mocos, con un brutal pellizco en esa débil cuartita de cuerpo que va de la garganta al corazón, recordando a alguna madre anónima como Nana de la que se añora su forma de ser, su voz, su olor, sus expresiones y pequeñas manías, sus retahilas y coletillas, sus refranes, sus ragañinas y consejos, sus azotes, sus abrazos, cada una de las dolorosas peleas y desencuentros... Tanto, que se añora incluso lo que nunca nos gustó.

Yo lloré por la añoranza que sé que algún día me desgarrará el alma.


Y quiero creer que todos los espectadores nos sentimos unidos, cómplices en la risa y el llanto, porque todos nos identificamos de un modo u otro con los maravillosos personajes y con el secreto deseo de volver a ver a alguien otra vez...

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