Bueno, pues  ya pasó el cálido verano. Hace tiempo. La pura verdad es que me he relajado  tanto y he tenido el tiempo tan ocupado, que no he sentido la necesidad de  escribir en el blog. He estado leyendo mucho y he disfrutado de eso. A veces se  me ocurría alguna cosilla, pensé en las típicas imágenes veraniegas, pero ya he  hablado alguna vez de eso y tampoco quiero repetirme y aburrir al personal.  Este año, no.
Pero llevo  ya unas semanas con esta idea revoloteando por dentro de mi cabeza y me  apetecía hablar de ello. A mediados de verano nos enteramos de que estaban  reponiendo la famosa serie "Verano azul".  Unos primos y amigos ya la estaban viendo. Hacía unos días que había empezado a  emitirse a la hora del almuerzo, pero soy partidario enfermizo de no ver nada  "ya empezado". Soy absolutamente incapaz de ver una película que lleve ya  empezada cinco minutos… Pero, gracias a las nuevas tecnologías y  la televisión a la carta de TVE, pudimos iniciarla  desde el primer capítulo.
Desde que  los niños comenzaron a crecer y a ser medio personas, tenía clarísimo que  quería que vieran esta serie. Mejor aún, verla con ellos. Guardaba un recuerdo  virgen, por decirlo de algún modo, de aquel primer disfrute en su estreno de  1981. El recuerdo de una primera y única visión con ojos de niño, sin el vicio  de alteraciones posteriores, de los "filtros" ejercidos por cada renovada  perspectiva de diferentes edades. Me agradaba la idea de haberlo conservado  así. Quizá por eso he descubierto tantas y tantas cosas al cabo de los años;  porque ha pasado el suficiente tiempo, el necesario, y "mis ojos" han cambiado  mucho.
"Verano  azul", aparentemente, puede parecer una serie "infantil". Podría también, entre  los que me incluyo, ser considerada como "familiar". Personalmente, y haciendo  un órdago a la grande, diría más: creo que es una serie imprescindible para  padres que quieran descubrir algo más de la vida y de los hijos, y aprender a  disfrutarla como si fueran niños. Sirve, además, para aprovechar y ver algo "en  familia" en ese aparato doméstico que nunca descansa. Recomiendo olvidarse de  los Pokemon y de las noticias y llenar bien el sofá de cuerpos menudos y menos  menudos, entrelazados, abrazados, bien juntitos… Y aprovechar las historias que  se van sucediendo a lo largo de estos 19 capítulos de una hora, y aprovechar  las diversas y cotidianas situaciones que en ellos se nos presentan para  hablar, explicar y educar a nuestros hijos… Con medida y mesura, ¿eh?, que como  se den cuenta de que aquello huele a encerrona educativa, salen por piernas y  no hay quien los pille. Que ya sabemos cómo se las gastan.
En mi  humilde y poco experta opinión, Antonio Mercero realizó en 1981 una de las  grandes obras maestras de la televisión. Lo que ocurre, es que, a menudo, a aquello  que se presenta con un tono amable y divertido, rápidamente lo clasificamos  como obra menor, carente del fondo y la enjundia que tienen las obras puramente  dramáticas. Craso error.
Esta serie,  en mi opinión, y envuelta en un agradable tono de comedia infantil, es un gran  drama cuyo tema principal es el viaje iniciático que nos lleva a todos de la  infancia a la edad adulta. Esa edad crucial en que se descubren los grandes  sentimientos, las grandes verdades y los terribles secretos de la vida de los  mayores. Ubicada cronológicamente en un largo verano, de aquellos en que los  hijos permanecían en el lugar de veraneo con las madres mientras los padres,  salvo quizá un par de semanas, quedaban como "Rodríguez", solos en la vivienda  familiar. Alguna que otra película del "landismo" ha nacido de ese concepto ibérico  y cachondón, pero ese es otro tema… A lo largo de los capítulos y del verano,  se suceden conflictos en torno a los grandes temas de nuestra existencia y van  siendo tratados de forma tierna y aleccionadora. La paternidad, la amistad, la  pérdida, el paso a la vida adulta, la política, los celos, la rivalidad, el  amor, la sexualidad, la enfermedad, el conflicto generacional, el compañerismo  y la solidaridad, y temas que entonces apenas comenzaban a brotar como el  ecologismo y el divorcio.
Los padres  de los chiquillos (salvo Agustín, el modélico y cercano padre de Bea y Tito)  parecían no acertar nunca con la tecla en la difícil tarea de la educación y se  indignaban e incomodaban con la amistad surgida entre los chicos y el binomio  compuesto  por Julia, la solitaria pintora  (María Garralón) y el viejo marinero y pescador Chanquete (Antonio Ferrandis).  En el fondo, se deja entrever que el irresoluble misterio residía en algo tan  sencillo y eficaz como saber escuchar, dedicarles tiempo, atenderles,  preocuparse por sus cosas, empatizar con sus preocupaciones y sus problemas.
Aparte de  deliciosamente divertida y llena de enseñanzas, esta serie es una magnífica  ocasión para hacer eso, dedicarles tiempo, hacer algo tan sencillo como "ver la  tele con ellos" y aprovechar para hablar y para aprender. Me refiero a  nosotros.
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Relacionada,  en cierta forma, con estas sensaciones paterno filiales experimentadas con Verano  Azul, necesito hablar de la película "BOYHOOD" (2.014), un film de Richard  Linklater, director al que adoro y del que ya os hablé en relación a aquella  trilogía "Antes del amanecer", "Antes del atardecer" y "Antes del anochecer".
Igual habéis  escuchado algo sobre esta película (o incluso la habéis visto). Es esa cuya  primera genialidad reside en su idea conceptual: contar la historia de la infancia  de un niño (y su entorno familiar) usando a los mismos actores durante doce  años. Al inicio de la película, Mason (Ellar Coltrane) tiene seis años y esta acaba  cuando cumple los dieciocho y se marcha a la universidad. No recuerdo que "esto" se haya hecho antes y sólo por  eso creo ya merece la pena ir al cine a verla. Un amigo me preguntó: "¿Pero la  película tiene algo más o solo es "eso" de que son los mismos actores?". En mi  opinión "eso" es sólo la punta del iceberg, el brillante germen que la hace  brotar, pero el resto, el desarrollo de la historia, el afinado guión, las medidas  interpretaciones, la insólita verosimilitud, la transparencia de intenciones,  la emocionante verdad que muestra en cada personaje, en cada situación, en cada  sentimiento.
Lo último  que desearía es destripar la película contando qué ocurre e ella, pero, dado  que no se trata de un thriller en el  que es crucial no desvelar quién es el asesino hasta el momento final y dado  que su secreto reside en haber sabido mostrar con genialidad pasajes de unas  vidas normales y corrientes (de ahí su subtítulo "Momentos de una vida"), creo  que puedo permitirme hablar un poco sobre ella. No mucho, tranquilos.
Mason (Ellar  Coltrane) es un niño de seis años, de carácter más bien introvertido. Vive con  su madre, joven, separada y abnegada, (Patricia Arquette) y su hermana (Lorelei  Linklater). El padre (Ethan Hawke), un aspirante a músico que parece haber  desaparecido de la faz de la tierra, sobrepasado por la precoz e indeseada  paternidad, de repente vuelve a contactar con ellos y a formar parte de sus  vidas en forma de visitas de fin de semana. Así inicia su andadura esta  película, a lo largo de la cual se van sucediendo acontecimientos mágicamente cotidianos  (con los que resulta fácil identificarse) y a veces dramáticos, propios de  cualquier familia moderna.
La madre  (Patricia Arquette) no parece ser capaz de controlar su vida, siempre corriendo  de un lado para otro. Volcada en los continuos cuidados que precisan sus dos  hijos pequeños, sufre el abandono de si misma y de su vida emocional. Cuando los  chicos han crecido un poco, decide estudiar para labrarse un futuro. Pronto  comienza una relación con un carismático profesor de la facultad. Se suceden  una serie de relaciones y cambios de residencia que con frecuencia la alejan de  la estabilidad buscada. Finalmente, tanto personal como profesionalmente, su  vida parece asentarse, coincidiendo con la época en que los hijos comienzan a  ser mayores y a hacer planes por su cuenta.
El padre  (Ethan Hawke), es un tipo divertido, gran hablador y práctico consejero.  Pretende ser músico. Cuando vuelve a sus vidas, su ex mujer le recrimina  constantemente su inmadurez y falta de responsabilidad y compromiso. Durante  las actividades de los fines de semana, a base de forzar un diálogo constante,  consigue lo que parece un logro imposible para ella (por culpa de las ingratas e  interminables tareas cotidianas) interiorizar en sus corazones, conocer sus  inquietudes, sus necesidades y divertirse juntos. Aunque su posición es cómoda,  pues carece de cargas diarias y aparece sólo el fin de semana para ratos de  ocio, ejerce una gran labor de asesoramiento, de escucha, de complicidad y  cercanía. Y, aunque de forma independiente, consigue convertirse un complemento  indispensable para la educación inevitablemente apresurada de su exmujer.
La hermana  (Lorelai Linklater) es una hermana algo mayor, distante y poco afín a Mason.  Durante toda la película se mantiene alejada de él y rivaliza abiertamente en  lo que parece una relación poco fluida. Mason la sufre con hábil resignación.
Doce años  dan para mucho y, a lo largo de ellos, se entretejen, como en la propia vida  real, las historias de Mason y de sus padres, sucediéndose momentos dulces y  amargos, éxitos y fracasos, relaciones y soledades, ilusiones y decepciones,  estabilidad y cambios… La madre de Mason tratando de crecer y encontrar la  estabilidad emocional, la pareja definitiva. El padre, madurando y aprendiendo a asumir la triste realidad  en la que la música solo será un hobby y debe resignarse a llevar una vida como  la de los otros tipos normales.
Y Mason, el  pequeño Mason, sin darse cuenta, librando una de las batallas cotidianas más  duras que existen, la de crecer, la de madurar, la de hacerse hombre (más aún  en esa peculiar cultura yanqui en la  que a los dieciocho "picas billete" y  comienzas a tener que buscarte la vida). Especialmente los chicos como Mason,  sensibles, delicados, especiales, desplazados del prototipo de "chico popular"  al que aspiran el 95% de los estudiantes de instituto norteamericanos, el  triunfador, el súper-sociable, el capitán del equipo de fútbol que será coronado  en el baile junto a la jefa de las animadoras. Mason no es nada de eso (me  siento muy identificado con él). Es tímido, poco hablador, un poco "pa dentro", como decía Pedro Guerra. Pronto descubrimos su  sensibilidad y esa forma diferente de ver el mundo que, con los años, acabará  determinando su vocación y la que se intuye será su profesión.
En resumen,  una película rica, cercana, identificable, tierna y amablemente conmovedora  que, mostrando pasajes sencillos, me enseñó cosas de la vida que no sabía. Y,  sobre todo, me regaló el milagro cinematográfico de ver pasar "una infancia" en dos horas y media,  recordándome la cruel fugacidad de la vida, haciéndome tomar conciencia de lo  rápida que puede pasar la de mis hijos, delante de mis narices, sin poder  detenerla para alargarla, para saborearla. Todavía me dura el pellizco.
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Vengo del  tanatorio. Ha fallecido la madre de una amiga. Hemos escuchado misa y rezado en  ambiente muy recogido. El sacerdote, que hablaba perfecto español con acento soviético,  ha hablado como hacía tiempo que no escuchaba hablar a un sacerdote.  Ha comenzado diciendo: "María vivió setenta  años. Yo no sé cuánto dura una vida; cuarenta años, cinco, setenta… Pero sí sé  que lo importante es cómo se vive, lo que se hace con ese tiempo".  Y ha finalizado con un imperioso "¡Apresúrense  a amar! La vida pasa fugazmente. Las personas desaparecen y sólo quedan sus  recuerdos. ¡Apresúrense a amar! ¡Dediquen su tiempo a amar a los demás!".
El tiempo:  esa cuarta dimensión que todo lo condiciona porque viaja a gran velocidad en  una carretera de sentido único y que tanto nos preocupa a Linklater, al  sacerdote de acento soviético y a un servidor.  ¡Apresurénse a amar!
