Collage íntimo

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Trocitos...

martes, 3 de septiembre de 2013

El tercer beso

Hace unos años me ocurrió una cosa. Creo que ya lo he contado alguna vez. Tras terminar de leer un libro ("Los premios", de Julio Cortázar) lo cerré y, de forma imprevista e impulsiva, besé su cubierta. En principio me pareció un gesto de lo más inocente y natural, lógico hacia "quien" te ha acompañado y hecho feliz durante un buen tiempo. Luego pensé: "¡Pero, seré gilipuertas!". El día que, tras disfrutar de una buena película, me dé por irme a la pantalla a plantarle un besazo me van a tomar por loco. Pero con los libros es diferente. Ellos te acompañan durante mucho más tiempo, en soledad, en silencio, susurrándote a los ojos y acariciándolos con las finas patitas de sus diminutas letras, transportándote a otros mundos, elevándote mediante el difícil arte de volver las palabras hermosas el sencillo oficio de narrar historias. Tampoco esto ocurre con todos los libros. No nos creemos falsas ilusiones. Hay muchos libros que aportan la satisfacción de una historia magnética, unas tramas bien urdidas y un desarrollo eficaz y solvente pero, no obstante, no abundan aquellos en los que lo que destaca es el arte de la literatura. El libro que me estoy leyendo actualmente ("Corre, Conejo", de John Updike) me ha regalado dicho placer desde la primera página. En ella, recién comenzada su lectura y ajeno por completo a lo que ocurrirá en ella y a si su final será feliz o amargo, he encontrado más literatura y más placer que en cualquier otra media docena de libros escogida al azar. Es más, ya sé que, casi con toda seguridad, acabaré morreándome con este libro…
Pero, no quiero distraerme de lo que ocupa esta entrada: los besos. Aquel fue un primer beso extraño en mi vida. ¿Qué demonios era eso de besar un libro? ¿Iba aquello a convertirse en una costumbre? ¿Sería el primer síntoma de una grave enfermedad mental? Nada de eso (supongo). Mi vida transcurrió como solía durante un tiempo que no sabría determinar, ni importa mucho. Hasta aquel día en que presencié una breve, impactante y conmovedora escena. Caminaba yo distraído por la avenida de Ramón y Cajal hacia casa de (mi, entonces, novia) Elo, cuando veo salir de una farmacia, ubicada en unos soportales a mi izquierda, a un yonky de aspecto famélico y sucio. Llevaba algo entre sus manos y, en ese preciso momento, se lo acercó a la boca y lo besó. Asía, con la mayoría de sus ennegrecidos dedos, una jeringuilla nueva y empaquetada. Fue un beso rápido y apretado, todo lo que la sonrisa que arqueaba sus labios le permitía. Mientras, caminaba con cierto aire de triunfal felicidad.
¡Un yonky dándole un beso a una "chuta" nueva! Esa imagen quedó grabada en mi alma. ¿Cuántos amigos habría perdido ya por el SIDA o la hepatitis? ¿Cuánto tiempo llevaría enganchado? ¿Cuántos chutes haría que no disponía de una jeringuilla limpia? ¿Cuánto meses sin sonreír ni sentir algo parecido a la ilusión? Es posible que en esa farmacia solieran facilitar jeringuillas a los drogadictos con la lógica intención de disminuir su riesgo de padecer enfermedades potencialmente letales. Es posible que, en contra de los deseos de la propietaria, fuera una de las empleadas la que, a escondidas, regalara las jeringuillas a los drogadictos, jugándose el tipo por unos férreos valores solidarios. ¡Yo qué sé! Sólo sé que aquel beso no paraba de dar vueltas en mi cabeza y me hacía pensar y pensar. Pensar en la vida de aquel hombre degradado, de aquel despojo humano condenado a una vida marginal y a una, más que probable, cercana muerte. Pensar en todas esas cosas en las que no solemos pensar. E, instintivamente, reapareció en mi memoria aquel antiguo beso al viejo libro de Cortázar. Y me pareció que se unían en un todo que aún estaba incompleto, falto de una tercera entrega que lo redondeara en forma y fondo, como un tríptico, un trisquel o la mismísima trilogía de "El Padrino".
Pueden haber pasado entre diez y quince años desde el segundo beso: aquel beso de la necesidad dado a una jeringuilla por una boca séptica. Todo este tiempo me he descubierto buscando "el tercero" por todas partes, sin tener la más remota idea de por dónde iba a llegar. A veces he querido hallarlo en el tierno beso depositado por una cuidadora en la frente de una anciana enferma. Otras veces, al reconocerme en la ternura de otro padre hacia su hijo pequeño…
Pero, no contaba con que ese tercer beso pudiera ocurrir en otra ciudad y llegar a mí narrado por una tercera persona, sin que mis ojos hayan tenido la suerte de presenciarlo. Y diréis: ¿Y cómo puedes estar seguro de que ése es el esperado "tercer beso" si ni siquiera lo has visto? Pues lo estoy.
Tengo una amiga que cuida de su padre con regularidad: todos los lunes y un fin de semana al mes. Es una maravillosa gran familia y todos los hermanos reparten equitativamente la dura y placentera carga. La madre falleció hace tres años y el abuelo acaba de cumplir ochenta y ocho añazos, aunque nadie lo diría por la forma en que le pirra maquearse y tirarse para la calle a dar un paseo. Señor sabio y pinturero; viste siempre con traje, corbata y sombrero, e igual disfruta de un cafelito con churros que de un oloroso y media de jamón, mientras su hija, le cuenta sus cosas y todo lo que pasa en la plaza, sustituyendo a unos ojos gastados que sólo dejan pasar un trocito de mundo.
A finales de agosto se ha cumplido el tercer aniversario del fallecimiento de la madre y celebraron una misa a la que acudió toda la familia.  Ese día, estando en la casa con él, ocurrió una escena profundamente conmovedora. En un momento dado, mi amiga volvió la mirada hacia su padre y lo descubrió acercándose a besar una foto de la madre que suele estar, como es costumbre en nuestra tierra, entre la ropa de la mesa de camilla y el cristal que la cubre. La acariciaba y la besaba suavemente de forma repetida, con tanta dulzura que a mi amiga se le quebró el alma. Tanta ternura, tanto amor, tanta añoranza tras una vida juntos y, ahora, tan sólo poder besar el recuerdo impreso en una vieja fotografía.
"¿Adónde van los besos que no damos?", decía la letra de aquella canción. Y, ¿adónde van los besos que damos a los objetos, a aquellas cosas que nos aprietan el corazón y nos emocionan? El beso a la vieja foto emocionó a mi amiga y la hizo llorar. Escribió un hermoso texto (hablando de la emoción de ese momento y de la maravillosa persona que fue su madre) que nos envió por correo a varios de sus amigos más cercanos. Todos nos emocionamos y revivimos situaciones, emociones y pérdidas propias, volviendo a notar nudos en la garganta y el duro sabor salado de las viejas lágrimas. En ese momento sentí que quería más que nunca a Elo y que no merecía la pena discutir por aquella tontería que ahora ni recuerdo. Probablemente, ella sintió algo de paz y eso ayudó a que no gritara a los niños por haber dejado tiradas las toallas tras secarse. Telefoneé a mi padre y a mi madre porque necesitaba sentirlos al otro lado del teléfono. Quiero pensar que ellos, al recibir mi llamada y sentirse cuidados, igual decidieron coger a su vez el teléfono y llamar a alguien a quien debían de llamar hace tiempo. Quizá charlaron un rato con mi hermana Pilar, que vive fuera y siempre anda más solilla… Igual ella recibió una llamada en el momento justo para recibir un ánimo que le faltaba e, igual, sus pacientes lo notaron aquel día…
Nuestros amigos respondieron a su correo explicando la misma conmoción golpeando sus almas en la paz de las tibias y largas horas de los días de agosto. Quiero imaginarles haciendo lo que yo: sintiéndose invadidos por la inefable fuerza de aquella imagen, corriendo a transmitir a sus seres queridos la onda expansiva de aquellos pequeños besos sobre el cristal que cubría la vieja foto.  Aquellos besos humildes, añorantes, íntimos… constituyen, sin ningún lugar a dudas, todo lo que desde hace años esperaba como "el tercer beso". Por cómo y de quién brotaron, por cuánto conmovieron, por la forma en que me llegaron sin haberlo presenciado, por todo lo que llegaron a provocar y quizá sigan provocando... 
Gracias, Don Balbino. La esencia de todo lo bueno, de todo lo hermoso, tiene reflejo en cada cosa que ha hecho y creado. Señor, tiene usted talento hasta para dar besos.
Gracias, querida amiga.