Collage íntimo

Collage íntimo
Trocitos...

viernes, 19 de agosto de 2011

El dedo en el ojo



A ver cómo lo explico...

Yo soy muy futbolero. Me encanta el fútbol: verlo, jugarlo, los futbolines, los juegos de fútbol de las "pleisteishons", los deportes en las noticias, las webs deportivas... ¡Todo!
Aun así, no soy muy fatiga con los partidos de la tele y no me trago cualquier Castellón-Las Palmas (con perdón) que echen en la tele, por muy aburrido que esté. Todo tiene un límite.
Claro que, un buen partido del Sevilla o alguno interesante de la selección española -mundiales y eurocopas, por supuesto- siempre son un buen plan.
Luego hay otros a los que es difícil negarse, como semifinales y finales de la Champions League o los grandes clásicos, no sólo españoles, sino de cualquier país con una liga medio decente, como, por ejemplo, la inglesa: Manchester, Liverpool, Chelsea, Arsenal, Manchester City, Tottenham, etc.
En España es difícil resistirse al magnetismo mediático y deportivo de los grandes clásicos como los enfrentamientos entre Barcelona, Real Madrid y Atlético de Madrid. Son partidos con tanto en juego, tanta calidad sobre el terreno de juego, tanta tensión y tanta rivalidad extradeportiva que, para un amante del fútbol, es algo así como un pecado perdérselo.

Pues, veréis; después de lo de ayer (y lo de ya tantas veces) estoy planteándome empezar a considerar seriamente la opción de perdérmelos.

El de ayer fue un precioso partido, vibrante, algo duro y rebosante de calidad y alternativas. No son frecuentes los clásicos así, la verdad. Suelen ser partidos muy tácticos, duros, igualados, condicionados por la ansiedad y el miedo a la derrota más que por el buen juego y el fair play.
Pero el de ayer no fue así. Bien es cierto que hubo bastante dureza en algunos lances del partido, más, evidentemente, por parte del equipo cuya consigna es jugar duro más que jugar bien. Pero, en general, en mi opinión, fue un partido disputado, hermoso, viril y abierto.
Por supuesto, no quiero que nadie me entienda mal. No simpatizo con ninguno de los dos equipos y, sinceramente, ojalá se inventara una forma de que perdieran los dos. No obstante, por simpatía a los colores de mi primos de Madrid, Juancar y Javi, y la alegría que a ellos le supondría, lo instintivo en mí es alegrarme si ganan los merengues.

Lo que ocurre, y perdonadme primos, es que se me está atragantando este Madrid, principalmente por todo lo que en él hay de su entrenador. Mourinho me cae como una despiadada patada en los "webs". Como diría Rhett Butler (Clark Gable) en Lo que el viento se llevó: Sinceramente, queridos, me importa un bledo si es buen entrenador o no. El colmo sería que, encima fuese un manta...
Dando por supuesto que sea bueno, eso no le da derecho a lucir semejante irrespetuosidad, habitualmente elevada a la enésima potencia de la más irritanteb chulería hacia todo lo que le rodea. Chulea a otros entrenadores y técnicos, a otros jugadores (ajenos y propios), a los periodistas en las ruedas de prensa... ¡A todo lo que se menea!

En mi opinión, ha teñido al Real Madrid con unos churretes que afean a uno de los clubes más grandes del mundo (si no el más grande). La dureza fronteriza con la agresividad que muestran los revolucionados jugadores en el campo, contrasta con el infantil lloriqueo de éstos y de su entrenador en las declaraciones posteriores, repartiendo culpas con generosidad hasta el extremo de no querer quedarse con ninguna. Ahora, por lo visto, resulta que los árbitros están en contra del Madrid y les pitan de pena. Hay manos negras por todas partes y es de interés general que el Barsa, que son una banda, gane por lo civil o por lo criminal.
¡De traca!

La vergonzosa tangana del miércoles dio al traste con un estupendo partido de fútbol, aceptablemente arbitrado, y que, probablemente, ganó quien más lo mereció. Pero, lo que verdaderamente mostró tal reacción es una absoluta pérdida de papeles, de señorío y de respeto por unos colores. El sello de Mou.

Los detalles, que sí son importantes:

Hubo dos o tres entradas duras de los jugadores del Barcelona, pero todas iban a ras de suelo y el jugador con la mano levantada en actitud de clara falta de intención o disculpa. Bastantes más entradas duras hubo de los madridistas, a veces bien arriba y, casi todas, protestadas airadamente al colegiado. En esto, Ramos, Pepe y compañía son especialistas: en comerse al árbitro. Luego ves las repeticiones en cámara super-lenta de la brutal entrada y del jugador escupiendo espumarajos a dos centímetros de la cara del árbitro. De niñateo, últimamnte, vamos bien, pero que bien servidos...

La entrada de Marcelo, fue la más dura de todas. Y se formó el taco. Los jugadores enzarzados en una maraña de agarrones, empujones y "tragantás", como en una cutre pelea de barrio. Solo que, presenciada por medio mundo. Y pa colmo, llega el artista y no se le ocurre otra cosa que meterle un dedo en el ojo a Tito Vilanova. Hay que estar un poco colgao, la verdad. El otro, se revolvió y le devolvió el gesto con una pequeña colleja que lo único que consguió fue que Mou pusiera esa expresión algo mema, haciendo morritos y muecas raras; medio sonrisas, medio pucheros...

Claro, luego lo negó todo. Y eso que él dice que el fútbol es un deporte de HOMBRES... Claro que no sé lo que es un hombre para él. Para mí un hombre es es otra cosa y no es más tío quien más fuerza muestra o quien más insulta o más jugarretas hace; sino el que es más cabal, más caballero, más honrado y más de verdad. El que te da la mano y te mira a los ojos, el que te habla con el corazón y el que tiene suficiente humildad para aceptar las derrotas y talento para celebrar las victorias. Eso, entre otras cosas, es un hombre.

Pero hay otro problema. Hoy en las noticias deportivas sacan una encuesta callejera en la que preguntan a los aficionados madridistas si están a favor o en contra de Mou; y todos los que mostraron (creo que entre diez y quince) estaban claramente a favor de Mou. Tan sólo un par de ellos, con algunas reservas. Uno de ellos hizo referencia a la siguiente estrofa de la letra del himno del Real Madrid con la que el portugués (y algunos de sus más espabilados pupilos) parecen limpiarse el culete tras ir al tigre.
La estrofa es ésta:



"Enemigo en la contienda,
cuando pierde da la mano
sin envidias ni rencores,
como bueno y fiel hermano."




En fin, que, sincera y simplemente, creo que el Madrid sería más grande sin éste entrenador. Pero, bueno, aunque no lo parezca, esa no es mi guerra.

martes, 9 de agosto de 2011

Mediatarde en Sevilla, Midnight in Paris

Ayer fuimos al cine. ¡Dios! Ni me acordaba de la última vez que vimos una peli en pantalla grande... No sé...¿"Ben Hur"? Bueno, tonterías aparte, si no me falla la memoria, creo recordar que la última vez (pelis infantiles a un lado) fue otra de Woody Allen, "Conocerás al hombre de tus sueños". También me gustó.
Y es que Woody me vuelve loco, por si no lo sabéis.

Ayer disfrutamos de "Midnight in Paris" y de un Woody Allen absolutamente en forma, lleno de inspiración y con la madurez tras la cámara de un viejo tipo con mucho talento que arrastra a sus espaldas la friolera de 42 películas, la mayoría de ellas geniales.

Allen es un maestro. Su habilidad técnica no es discutida por casi nadie y es, precisamente, en su propio lenguaje, en sus temas y en sus personajes, donde obtiene el reconocimiento de sus fans y de la crítica. También su obsesiva reincidencia temática es el origen de la mayoría de las críticas de sus detractores que suelen recriminarle que siempre habla de lo mismo. Pero, claro, lo que queda tras quitar todo lo aportado por aspectos técnicos es la esencia: es Woody Allen. Y, probablemente, o te apasiona o acabas odiándolo. Tampoco pasa nada.

En "Midnight in Paris", apoyado en unos magníficos actores y en un escenario inmejorable -la incomparable ciudad de París-, Allen despliega sus mejores armas, el humor, la sensibilidad, los personajes, los diálogos, y dibuja una fantástica comedia romántico-fantástica en la que un escritor (Owen Wilson) persigue sus sueños al tiempo que, por pura necesidad y por suerte para él, se aleja de su vida real.
Gil sueña con escribir una novela y con vivir en la lluviosa Paris, pero es guionista en Hollywood e Inez, su prometida -una caprichosa hija de papá- se ha empeñado en vivir en Malibú. A pesar de que estos no tragan a Gil, acompañan a los padres de Inez en viaje de negocios a París, aprovechando la ocasión para visitar la ciudad. Casualmente, coinciden esos días con una pareja de amigos de Inez y ella parece sentirse muy atraída por la apabullante intelectualidad de Paul. Gil se siente fascinado por la ciudad y detesta los planes que Inez prepara con sus odiosos padres y su pedante amigo y, pronto, comienza a hacer planes por su cuenta. Una noche, Inez se va a bailar con Paul y su novia y Gil, ligeramente borracho, decide irse al hotel dando un paseo. Se pierde y, al sonar las campanadas de la medianoche, algo extraño y fantástico ocurre: de repente, sin saber muy bien cómo ni porqué, se encuentra en la París de los años veinte (del siglo XX) y comienza a alternar con los grandes personajes literarios y artísticos de la época, Scott y Zelda Fitgerald, Cole y Linda Porter, Gertrude Stein, Pablo Picasso, Salvador dalí, Luís Buñuel, Ernest Hemingway, Josephine Baker, T. S. Elliot, Belmonte... Allí conoce también a la hermosa Adriana...

En fin, no quiero contar más. Allen consigue sumergirnos inmediatamente en una ciudad, en un ambiente, en unos personajes y en una historia que nos atrapa y no nos suelta. La maravillosa selección musical del genio de Brooklyn lo envuelve todo, de principio a fin y sirve de hilo conductor en una historia que viaja sola, plácida y divertidamente, y en la que disfrutas tato que jamás te planteas si lo que está ocuriendo es posible o no. La verosimilitud de los hechos no es lo importante aquí, su belleza, su lógica, su trasfondo, es lo importante. Perseguir los sueños es importante. Amar es importante. París es importante.

Entiendo que no soy un observador imparcial y objetivo, pues Woody Allen me pirra, pero sólo puedo decir que la película es buena, divertida y muy entretenida; un romántico homenaje a París y a las personas que no pueden evitar perseguir sus sueños aunque ello signifique nadar a contracorriente.

¿Qué más puedo decir?
Que lo último que había visto fue Kung-Fu Panda 2... ¡y que también me gustó!
Que puedes ver Linterna verde, Thor, Capitán América, Tron, Cars 2, Los Pitufos, etc en 15 cines y a Woody Allen en sólo 2 y de milagro.
Que me he perdido El discurso del Rey en pantalla grande.
Que odio las pelis en 3D.
¡Que nos costó 7 euros cada entrada!
Que me encanta ver los créditos finales de las pelis de Woody Allen, con esas letras blancas sobre fondo negro y el jazz sonando a tope, todavía con el regusto de la peli en los ojos...
Que me niego a ver Vicky Cristina Barcelona porque todos el mundo dice que es un bodrio.
Que en la calle hacía 40ºC.
Que estábamos 7 personas en la sala.
Y que os quiero, hombre.
Eso.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Las vacaciones



El verano y las vacaciones son, para mí, tiempo de vivir despacio y recuperar recuerdos bastante remotos.




Probablemente ese vivir despacio es lo que verdaderamente otorga sentido a las vacaciones en clara contraposición al cotidiano ajetreo de prisas, carreras, horarios y bocinazos en los semáforos. Esa rutina de despertador-ducha-café-coche-trabajo-niños-colacaos-mochilas-colegio-tráfico... milagrosamente sustituida por esa otra de dormir-enredarse-en-las-sábanas-café-en-la-terraza-periódico-bañador-protector-solar-flotar-en-el-mar-chiringuito-gazpacho-sardinas-asadas-siesta-piscina-tinto-de-verano-paseo-atardecer-helado-conversación-cartas...




Este vivir despacio, aparte de los evidentes beneficios físicos y mentales, te permite un contacto más consciente con todo lo que te rodea, incluyendo, claro está, a las personas.
Estos días puedo dedicar gran parte de mi tiempo simplemente a observar lo que me rodea y poner a prueba mis sentidos y su memoria. Puedo dedicar horas a leer, cosa que habitualmente hago muy a salto de mata. Siempre ando con mi libro cerca y a ratos le voy dando achuchones hasta que, cuando me doy cuenta, ya le quedan menos de cincuenta páginas.




Puedo dedicar todo el tiempo que me dé la gana a observar a mis hijos. En la playa, observo perplejo el cuerpo de mi hijo mayor. Su torso cada vez más desarrollado acompaña sin esfuerzo y con agilidad al resto del cuerpo en sus piruetas sobre la arena. Bronceado, con el brillo de las gotas del agua del mar sobre su piel, parece no percibir cómo crecen sus músculos y se desborda de vida. Incapaz de controlar su energía, es incapaz de caminar y se desplaza haciendo volteretas laterales sucesivas de un lado a otro. Su cuerpo no habla; grita. Él no sabe que yo sé que me observa cuando juego con el pequeño y contabiliza las veces que le hago volar, que le abrazo o que le mordisqueo la barriga. Siempre tengo una o dos más para él, para que le salgan las cuentas del pequeño príncipe destronado y todo esté en su sitio.




Observo al pequeño y alucino con su progresión. Ha crecido delante de nuestras narices casi sin darnos cuenta. Es un bichito delgado y fibroso que, sin las cualidades atléticas de su hermano, dedica cada uno de sus movimientos a imitarlo hasta la risa. El otro día les pregunté si querían hacer no-sé-qué y él, antes de contestar, miraba al mayor buscando respuesta. El mayor dijo que no y él, inmediatamente, negó con la cabeza. Ofrecí la misma propuesta de forma algo más atractiva y el mayor cambió de opinión ante la atenta mirada de su hermano que, sin demora, asintió también con su menuda cabeza. Algún torpe comentario debí añadir que hizo que el mayor volviera a cambiar de opinión, ofreciendo una nueva y rotunda negativa que se vio seguida por la esperada negativa de su fiel clon, que a ratos se convierte en una especie de minúsculo y adorable “clown”.




Observo largamente a mi mujer. Suelo observarla mucho pero, estos días, tengo la suerte de poder hacerlo más y mejor. Su pelo está algo más claro y alborotado de lo normal ‒el viento de poniente, es lo que tiene‒ y sus ojos, raro es el día que no se muestran más verdes que pardos entre los párpados entornados por la fuerza de sol. Su piel habitualmente blanca ya ha tenido tiempo de broncearse y curtirse, llenándose de vida y hermosa jovialidad. Este año pienso ponerme “negra”, repite sabiendo que eso es imposible. En el fondo, se conforma con broncearse y sentirse más guapa. A ratos, vagueo más de lo aceptable y su rostro se endurece ligeramente en una mueca de callada desaprobación, pero pronto las aguas vuelven a su manso cauce.



Observo a las gentes y sus costumbres.
Observo al discreto cuidador de origen hispanoamericano que pasea a un anciano por la piscina. Observo la confianza que muestra el anciano hacia su cuidador en el relajado rostro.
Observo a los jóvenes socorristas que concentran firmemente su mirada en los grupos de turgentes jovencitas apiñadas en el césped sobre sus toallas.
Observo a las madres que no dejan de ser madres en la playa y limpian mocos, arropan con toallas, preparan meriendas, limpian culos, untan cremas y reagrupan chanclas y rastrillos.
Observo a los negros vendedores de baratijas que pululan por la playa cubiertos de ropa, mostrando vistosos vestidos, divertidas pulseras y relojes de imitación, regalando sonrisas entre su verborrea de palabros en un castellano básico a medio camino entre el “Yo Tarzán, tú Jane” de Johnny Weissmüller y un gutural Swagili.
Observo los cuerpos de los bañistas y me topo con la cruda realidad de obesidad que nos rodea. Obesos que, en muchos casos, beben cerveza, comen patatas fritas y bollería y retozan de sol a sol sobre su toalla, ajenos por completo a los beneficios que les podría reportar un buen paseo.
Observo a las chabacanas pandillas de niñatos aspirantes a “ninis” que se despatarran o se amanceban, mientras ensucian y molestan. Con sus musculados, perforados y tatuados cuerpos en continua exhibición, su música bakalaera a todo volumen y su culto a la estupidez, gritan, corretean, se lanzan al agua, hacen peleítas levantando arena, juegan al fútbol repartiendo balonazos y se encaran con los ancianos que se atreven a recriminarles su comportamiento.
Observo a una abuela que deja el croché para acunar a un bebé y tararearle una melodiosa nana.
Observo a un abuelo que juega a la petanca con dos niños que deben ser sus nietos. Por su rostro intuyo que ni se acordaba de la última vez que ganó a algo.
Observo a una madre de mediana edad que quita la arena bajo la ducha a la salida de la playa a un hijo con algún tipo de grave parálisis motora. Mientras lo sujeta bajo sus axilas con el abrazo de uno de sus fuertes brazos, con el otro recorre cada rincón de su cuerpo para frotarlo con agua limpia. Él sonríe y se estremece en una mueca porque parece estar algo fría.
Observo a la empleada del supermercado que, hastiada de tanto veraneante, no encuentra motivo para dar una vez tras otra los buenos días y pasa mecánica y cansinamente los productos por el lector óptico a la espera de un “beep”. Siete con cinco. ¿Quieres las cinco? Lo que usted quiera. No, lo que quieras tú, le respondo. Se encoge de hombros y acepta con desgana la pequeña moneda cobriza.
Observo a los niños mayores que, con un móvil en una mano y la Nintendo DS en la otra, se agrupan en pandillas tras la hora de la cena. Llevan sombra en el mostacho y van guapos, arreglados y peinados y alguno, incluso acabará el verano con novia.
Observo a un tipo cuarentón que, escondido tras su ordenador portátil, no puede evitar andar observándolo todo y teclea, teclea, teclea...